La trampa de la autoestima corporal: cuando la búsqueda de “verse bien” te desconecta de ti
- 6 nov
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Durante años, mi espejo fue mi juez más severo. Si el reflejo aprobaba, yo valía. Si no, sentía que algo en mí estaba roto.
No lo veía así en ese momento, claro. Yo lo llamaba disciplina. Me enorgullecía de mi constancia, de mi cuerpo marcado, de cada logro visible. Pero debajo de esa apariencia de fortaleza, se escondía una rigidez silenciosa: mi identidad dependía de mantener una versión perfecta de mí misma.
Esa mujer que no podía aflojar, que no podía subir un kilo, que no podía mostrarse cansada. Y cuando lo hacía, aparecía la culpa.
El mecanismo invisible
Hoy entiendo que lo que vivía no era amor propio, sino autoestima condicionada: esa que te dice que solo mereces bienestar cuando cumples tus estándares.
En el mundo del fitness, como en el mundo profesional, el rendimiento se convierte en el centro. Y en ambos, terminas perdiendo presencia.
Lo que parecía un estilo de vida saludable, era en realidad una forma de autoexigencia disfrazada de bienestar. Mi cuerpo se volvió una carta de presentación más que un lugar para habitar. No lo escuchaba, lo corregía. No lo acompañaba, lo juzgaba.
Con el tiempo, comprendí que esa dinámica no era solo personal: está profundamente arraigada en cómo hemos aprendido a relacionarnos con el cuerpo. La teoría de la autoobjetivación (Fredrickson & Roberts, 1997) explica que, sobre todo en las mujeres, internalizamos la mirada externa. Nos convertimos en observadoras de nuestro propio cuerpo, pendientes de cómo se ve más que de cómo se siente. Esa autoobservación constante genera una forma de vigilancia mental que agota, porque cada gesto pasa por el filtro de “cómo me veo”, no “cómo estoy”.
La búsqueda del “subidón”
La neurociencia también tiene algo que decir aquí. Cada vez que nos miramos al espejo y nos “gustamos”, o recibimos aprobación externa —un cumplido, un like, una mirada— el cerebro libera dopamina, el neurotransmisor del placer y la recompensa. Esa pequeña descarga genera una sensación temporal de bienestar, y nos empuja a buscarla una y otra vez.
Pero como toda recompensa dopaminérgica, es efímera. Muy pronto aparece el vacío: el “ya no me gusto tanto”, el “necesito volver a sentirme bien”. Así nace la carrera interminable hacia la validación.
Y cuando el cuerpo cambia —porque los cuerpos cambian, inevitablemente— sentimos que fallamos. No solo fallamos al espejo, sino a la identidad que construimos frente a él.
El punto de inflexión
Mi punto de quiebre no llegó de un día para otro. Fue cuando comencé a sentir que la lucha me estaba quitando algo más que energía: me estaba quitando conexión. Podía verme bien, pero no me sentía viva. Me di cuenta de que el problema no era mi cuerpo, sino la forma en que me relacionaba con él.
En ese proceso descubrí la Terapia de Aceptación y Compromiso (ACT), un enfoque psicológico que propone algo radicalmente diferente: en lugar de intentar cambiar lo que sentimos o pensamos, nos invita a aceptar la experiencia tal como es y actuar según lo que realmente valoramos.
La ACT enseña que nuestros pensamientos —incluidos los que critican nuestro cuerpo— no son verdades, sino eventos mentales. Y que podemos observarlos sin creerlos, sin fusionarnos con ellos. Esa distancia consciente entre lo que pienso y lo que soy, cambia todo.
De repente, entendí que no necesitaba “controlar” mi cuerpo, sino volver a habitarlo. Moverme porque me hace sentir energía, no porque me hace encajar. Cuidarme por amor, no por miedo.
La mirada compasiva
La autocompasión, como explica la investigadora Kristin Neff, no tiene nada que ver con debilidad. Es una forma avanzada de inteligencia emocional. Significa ofrecerte a ti misma la misma comprensión que ofrecerías a alguien a quien amas.
Tara Brach lo describe como “salir del campo de batalla interno”.Y esa frase me resuena profundamente, porque eso era exactamente lo que necesitaba: dejar de pelear conmigo.
Cuando la relación con el cuerpo se basa en la compasión, la autoestima deja de depender del resultado. Ya no se trata de “gustarte”, sino de tratarte bien incluso cuando no te gustas.
Lo que descubrí al soltar la exigencia
He aprendido que los resultados no valen nada si no están en congruencia con mis valores. Que no quiero tener el cuerpo “perfecto” si eso implica perder mi paz. Y que cuidar de mí es mucho más que seguir un plan o cumplir una meta: es una práctica diaria de respeto.
La belleza, descubrí, no es un objetivo. Es una consecuencia de estar en paz.
Hoy miro mi cuerpo como miro a una amiga.
A veces está cansado, a veces fuerte, a veces más blando.Y está bien. Porque ya no necesito que me pruebe nada.
El cuerpo no necesita validación, necesita presencia. Y cuando tus acciones nacen de lo que realmente valoras —la salud, la energía, la autenticidad—, la perfección deja de importar. Solo queda la coherencia. Y con ella, la libertad.



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